Kierkegaard aprendió de Sócrates la habilidad de reflexionar irónicamente. La ironía funciona como centro de acción del auto-conocimiento. El Oráculo de Delfos decía: "Conócete a ti mismo", y Sócrates es ejemplo de este mandato divino: ejemplo radical, porque en cada argumento hecho por él, ya sabía, como por intuición, hacia dónde iba. Pienso que la ironía nos ayuda a descubrir a la persona interior, la cual muestra su verdadera cara cuando no es tomada seriamente. La ironía es el camino hacia la subjetividad; y esa subjetividad se conecta con otras subjetividades en el contexto del mundo real: de la objetividad. La ironía nos permite ser más rigurosos en el análisis de cualquier tema, costumbre, creencia, institución (y en este caso, bastante saludable implementarla). Contraria a la ironía es la solemnidad: amarga, gris, triste, melancólica y moral: perseguidora de la misma rutina, llena de justificaciones sin fin. La solemnidad es vista como positiva, pero hay que ver dónde... La ironía es proactiva. Pretende ser optimista, pero en la pretensión está la falsedad. Esconde sus verdaderas intenciones. ¿Cómo cuáles? Sé más consumidor, sé más materialista. Sé un manikí cadavérico. Sócrates nos enseña, a través de Kierkegaard, a buscar la verdad, no a entrar en los juegos de ilusión, en los juegos del hambre. Manteniendo la atención en lo importante: nuestra sensibilidad y nuestro sentido de lo maravilloso, nuestra esperanza en la reflexión metódica y a la vez anárquica. La prueba final de la ironía es la muerte de Sócrates. Su muerte es el camino hacia al auto-conocimiento, hacia la autopsia.
Imagen tomada de Wikipedia. Boceto de Soren Kierkegaard por Niels Christian Kierkegaard, 1840.
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